Con este cuento pretendo animar a los más pequeños a desplegar su creatividad. Los niños son imaginativos, ayudémosles a desarrollarla y expandirla.Cuento «Alba, la inventora hada madrina», de Miss Eli
Alba era despistada, tanto que, si diesen un premio internacional al despiste, ella necesitaría varias estanterías en casa para colocar todas las estatuillas, copas y medallas ganadas. Además, era patosa como un pingüino en el desierto y un sapo resbalándose en el hielo. Sus padres, sin saber qué hacer, le regalaron una agenda preciosa, llena de dibujos de seres mágicos; tardó 10 segundos en perderla, el tiempo que transcurrió desde que salió de casa, intentó introducirla dentro su mochila y, como todo se deslizaba entre sus dedos, no cayó en el interior de su cartera, sino que fue a parar a la hierba blandita por la que caminaba, sin hacer apenas ruido y sin avisar así a su temporal dueña. Seguro que otro niño más cuidadoso la encontró y aún estará disfrutándola, porque bonita sí que era.
Sus rutinas diarias consistían, ya desde por la mañana, en que se le escurriese el azucarero de las manos, patinase en el baño con la pastilla de jabón, que de alguna forma ya se le había caído antes al suelo, se pusiese la camiseta al revés y un sinfín de detalles más que le fastidiaban un poco la vida, aunque ella ya estaba algo acostumbrada, nunca se terminaba de habituar a tanto desastre.
Al igual que tenía estas características que le empeoraban su existencia, disfrutaba de una cualidad que miles de personas quisiéramos para nosotros. Poseía una maravillosa mente inventiva. Su mejor amiga se quejaba de no ver nada con sus gafas en cuanto caían dos gotas de lluvia, así que inventó un limpiaparabrisas que colocó en ellas y que se activaba ante el primer chispeo de agua. Con tan mala suerte y un sensor tan sensible, que cuando la profesora se acercó a regañar y gritar a su amiga por no traer los deberes, se le escaparon una gotitas de la boca que fueron a saltar justo al cristal de su amiga; los parabrisas comenzaron a funcionar tan acelerados que salieron disparados y se fueron a enganchar justo en el pelo de la maestra, permaneciendo en movimiento y formándole dos rulos enredados en su melena que terminó enmarañada y tan rizada que parecía el pelo de una chica africana. Descubrieron a la inventora de tan descalabrado artefacto y ambas pasaron un prolongado día en el despacho de la directora, escribiendo: «No soy una inventora, soy una niña». En algún momento, Alba se volvió a despistar y terminó escribiendo: «Soy una niña inventora», lo que conllevó que llamasen a sus padres y continuase la regañina en casa.
Otro día, tuvo la maravillosa idea de crear unas pulseras de las que nacían un par de manos pequeñas de cada una. Ellas le ayudarían a coger los objetos que se resbalasen de sus propias manos, antes de caer precipitados al suelo. Esa mañana, atraparon la pastilla de jabón, le ayudaron a sujetar el azucarero, el cacao, la leche y los cereales, permitiendo que no manchase nada. Sus padres estaban encantados, pensando que al fin su hija había inventado algo útil. Ya en el colegio, ningún lápiz, goma o cuaderno rodó o se escurrió de su sitio. Todos la miraban con sorpresa el beneficio de llevar esas pulseritas. Su mejor amiga se quedó prendada de ellas, y como Alba tenía muy buen corazón, se las regaló afirmando que esa misma tarde se fabricaría otras nuevas. El fallo de Alba es que, al no tener la preciosa agenda que sus padres le habían regalado, no anotó todos los materiales y pasos que siguió al crear sus fantásticos brazaletes, por lo que olvidó algún detalle. Ya en el desayuno, las cuatro manitas artificiales se volvieron algo locas, echando sal a la leche, pimienta a los cereales, la cuchara en los zapatos y el aceite por encima de la cabeza de la niña. ¡Y todas actuando al unísono!
Ese día acabó algo desanimada, porque no podía desengancharse las pulseras, tuvo que ir al colegio con ellas y continuaron metiéndola en líos: tiraban de los pelos a otros niños, lanzaban gomas y rompían lápices. Le habían salido algo traviesas. Nuevamente, sus padres debieron acudir al centro escolar. La llegada a casa fue una explosión de emociones, mamá gritaba diciendo que su hija era demasiado extraña y papá decía que un poco de imaginación era necesaria, pero que su hija tenía para repartirle a todos los niños del mundo y aun así le quedaría. Alba se fue a su dormitorio, cabizbaja, desanimada y deseando no inventar nada nuevo nunca jamás.
Los días siguientes transcurrieron monótonos, la niña parecía un fantasma que se desplazaba por los lugares, sin su alegría y entusiasmo habitual. A su alrededor, comenzaban a preocuparse por ella, deseaban que volviese esa niña alborotadora que explicaba en una cascada de palabras todos esos espectaculares inventos que podrían arreglar el mundo y solucionar algunos problemas. Viendo que la actitud de Alba no cambiaba y que su pasión se había difuminado y con ella su risa, los padres decidieron llevarla a la ciudad de las ciencias, donde se exponían miles de inventos. Al entrar, su mamá pudo divisar un diminuto brillo en su mirada, que Alba trató de disimular, pero a medida que avanzaban por las diferentes habitaciones, la pequeña no podía contener más su entusiasmo y comenzó a parlotear y explicar algunos de los inventos que ya conocía, por sus investigaciones en Internet y por ser la temática que más le interesaba. Al salir de allí, había una pequeña tienda donde los papás le permitieron adquirir algunos objetos para fabricar su próxima creación, junto a un cuaderno donde anotar los pasos a seguir, no fuese a imaginar algo totalmente innovador y olvidase como lo construyó. Esta vez, papá llevó todo el material a su casa, para que no perdiese por el camino tan valiosos elementos.
Alba fabricó un reloj que le avisaba de cualquier peligro en cada momento. Decía frases como: «Cuidado, el jabón», «coge el azucarero con las dos manos», «utiliza la cucharilla para remover el cacao”… Además, ese reloj llevaba unas pequeñas alas incorporadas que, cuando iba a desplazar la mano a donde no debía, se desplegaban y movían su brazo al lugar adecuado o rápidamente se lo dirigían al objeto que estaba a punto de caer. Era mucho más práctico que las manitas iniciales, ya que ocupaba mucho menos espacio y era difícil de extraviar.
En la semana escolar de las ciencias, Alba decidió presentar su nuevo invento, lo único que no hacía su reloj es dar la hora, así que le incorporó un pequeño mecanismo para que lo hiciese y lo llamó: «El reloj hada madrina». Esta vez sí que le dieron un premio, y no al despiste, sino a la mente más brillante e inventora del centro. La directora la llevó a varios colegios a mostrar su nueva creación y otros niños quisieron disfrutar los beneficios de ese reloj tan práctico. Salió incluso en los periódicos, por lo que muchísima gente supo de ella.
Una tarde, unos científicos se acercaron por su vivienda a hablar con la familia. Querían fabricar ese reloj tan fantástico e invitarla, en sus periodos de vacaciones escolares, a acompañarlos al laboratorio. Alba estaba tan contenta que saltó durante una hora o más. Cuando se calmó, aceptó la invitación encantada, eso sí, quedaron que el dinero que se consiguiese gracias a su invento, lo invertirían en investigaciones contra enfermedades infantiles, ya que lo que ella más deseaba era ver sanos a todos los niños del mundo.
El invento fue un éxito y, gracias a ella, muchos niños pudieron corretear sanos por todos los parques y campos del mundo. Fue tan famosa que llegó a ser conocida como «Alba, la inventora hada madrina». Eso sí, de mayor trabajó en el laboratorio y continuó sus inventos e investigaciones, su finalidad era ayudar a los demás y logró que la ciencia avanzase. Su fama de chica desastre se sustituyó por la de chica inventora. De ser la más patosa se convirtió en hada madrina que salvaba a niños y hacía sus vidas más felices.
Seguramente que después de esta historia todos los niños han comenzado a tener ideas geniales, así que os animo a inventar y a crear objetos que cambien el mundo, empezad a pensar y a crear, algo se os ocurrirá, si no hoy, tal vez mañana.