Reflexionábamos en la entrada del mes pasado sobre la relación entre nuestras carencias, la satisfacción de nuestras necesidades, la frustración y el enfado. Vamos a centrarnos hoy en esta última. El enfado es una energía muy intensa, que va de dentro hacia fuera y que moviliza todo el organismo. El enfado tiene importantes funciones en nuestras vidas, lo que hace de ella una emoción muy interesante a la hora de ser explorada y gestionada:
- Nos ayuda a tomar consciencia de que hay un impedimento que está impidiendo que nuestra necesidad se vea satisfecha.
- Pone en movimiento al organismo, llevando a cabo las actuaciones necesarias para dar satisfacción a nuestra necesidad y regresar a nuestro estado de calma inicial.
- Prepara fisiológicamente el cuerpo para defenderse en caso de amenaza (real o imaginada): bien enfrentándose o bien iniciando la retirada si es que sospechamos que va a ser más eficaz para nuestra supervivencia.
Como vemos, nos da la fuerza que necesitamos para ponernos en movimiento. Por ejemplo, en los casos de pérdidas, una de las fases del duelo es, según Elisabeth Kübler-Ross, la de enfado. Pocas veces comprendemos que esta etapa, al igual que todas las demás, es necesaria y tiene su aquel: ayuda a la persona a salir de un estado de parálisis que le impide seguir avanzando en el proceso de superación de la pérdida. De nuevo vemos que esta emoción que tanto nos disgusta y que tanto desasosiego nos crea es imprescindible para nuestro bienestar aunque a priori no lo parezca.
Los(as) más jóvenes de la casa suelen tener bastante más claro cuáles son sus deseos y cuáles son los obstáculos que desencadenan su frustración y su enfado. “Quiero ir con mi amigo a actividades deportivas (deseo). Tú, mamá, no me lo permites (obstáculo). Me enfado”. Es cuando el ambiente comienza a dirigirles ciertos mensajes sobre la vivencia y gestión de esta emoción cuando a menudo comienza a embrollarse la madeja. Veamos algunos ejemplos:
“No te enfades”
Como si nosotros tuviéramos la potestad de decirle a alguien cómo debe sentirse. Mis emociones son mías y yo decido sobre ellas. Así como nadie más que yo es responsable de mi sentir, tampoco yo puedo gobernar el mundo emocional de nadie. Y cuántas veces lanzamos esta orden (porque, aunque no tengamos consciencia, a menudo la pronunciamos como si fuera un mandato).
“No tienes derecho a enfadarte por eso”
Otra curiosidad. Yo, desde mí, decido la causa o circunstancia por la que es lícito o no que te enfades. Visto ahora, ¡qué sinsentido!, ¿verdad? Pero, ¿verdad que lo decimos?
“Las niñas buenas no se enfadan” y “Los niños se enfadan más que las niñas”
Aquí recibimos una fuerte carga de educación de género. En líneas generales, el enfado es una emoción más permitida y justificada en los hombres que en las mujeres. No nos llama la atención (o, al menos, no demasiado) ver a un grupo de niños peleándose en el recreo. Pero sí que nos sobresaltamos bastante más cuando se trata de un grupo de niñas. Teniendo en cuenta que es una emoción que como estamos viendo está implicada en la detección y satisfacción de las necesidades, es más que necesaria que sea reconocida, permitida y solventada por todo el mundo, independiente de cuál sea su género. En este punto, continuamos tendiendo a pensar que existen emociones de niñas, como la ternura, el amor o el miedo, y emociones de niños, como el enfado, el nerviosismo o el desprecio. Desde esta creencia, totalmente incapacitante para unas y para otros, transmitimos una educación insana, sesgada y represiva en la que se suele ver como algo natural y a veces incluso justificable, el enfado en los niños. Aparte de otras muchas, esto tiene una grave consecuencia, y es que a veces los niños/hombres –hacemos mención a los dos-, utilizan el enfado para enmascarar otras emociones como la tristeza o el miedo, menos socialmente permitidas para ellos. Esta desconexión y falta de ajuste, a menudo provoca sufrimiento y falta de entendimiento con uno mismo y con las demás personas.
“Yo no tengo la culpa de tu enfado. Eso es cosa tuya”
Verdad. Hemos comentado antes y en otras entradas que yo soy la única persona responsable de mis emociones. Pero también es claro que somos seres sociales que vivimos en relación con el ambiente y con quienes nos rodean. En una interacción, ambas personas tienen su parte de responsabilidad sobre lo que ocurre. “Es problema tuyo enfadarte porque yo te esté metiendo el dedo en el ojo. Podría no molestarte ni dolerte o podrías interpretar la situación de otra manera y no sentirte así…”. Bien, sí que podría pero tú estás haciendo algo que me está dañando. Entendemos la metáfora, ¿verdad? Un poco de claridad en la comunicación, honestidad, respeto, escucha, amor y empatía pueden ayudarnos con esto. En este sentido, tomar contacto con nuestro enfado y con nuestra frustración a veces también nos facilita apartarnos de manipulaciones, de relaciones de dependencia y de vínculos insanos que pueden poner en peligro incluso nuestra propia vida (véase, por ejemplo, los casos de maltrato).
“Estás siempre enfadado(a)”
Hay quienes parece que ese sea su estado natural y que han hecho de esta emoción su zona de confort. Suelen ser personas con escasa escucha a sus auténticas necesidades, a menudo confusas con respecto a ellas y poco responsables, en la medida en que suelen otorgar a los(as) demás la obligación de adivinar qué necesitan y de darles la satisfacción que precisan. La frustración, la tensión y el desequilibrio es una constante y se mueven cómodas en esa energía, transmitiéndola a su alrededor como las ondas de un estanque. A veces nos preguntamos por qué nuestras(os) hijas(os) parecen estar permanentemente enfadadas(os). Detengámonos un momento a mirarnos al espejo: ceño fruncido, mandíbulas apretadas, labios tensos, tono de voz elevado, bufidos, quejas y refunfuños… Va a ser que somos modelos magníficos de enfado y ni siquiera nos habíamos dado cuenta de ello.
“No te enfades, que vas a enfermar” y “No te enfades que te va a subir la tensión”
Bien es cierto que el enfado produce tal descarga en los distintos sistemas fisiológicos, que los estados mantenidos en el tiempo pueden llegar a provocar desde dolores de estómago o jaquecas hasta ataques al corazón o infartos cerebrales. A nivel de salud de nuestro cuerpo, esta es una de las razones por las que es más que recomendable no tragarnos el enfado y sí reconocerlo a tiempo –cuando aún no se ha desatado la espiral de ira o explotado el volcán- y aprender a gestionarlo de manera saludable y no dejándolo salir de cualquier manera como si de un tsunami se tratara.
En este post hemos tratado de clarificar la funcionalidad de esta emoción, su necesidad de reconocerla, de dignificarla y de estar alerta ante los mensajes que transmitimos y que llevan a la confusión sobre la importancia de tomar contacto con la misma y no negarla, maquillarla o confundirla. Si quieres reflexionar sobre algunas formas de cómo aprender a traspasar esta emoción tan intensa y que tanto daño puede causar a nuestra salud, ¡acompáñanos en nuestra próxima entrada!