Había una vez una mujer a la que le gustaba mucho leer y contar historias. Adornaba las escenas que veía en los parques, en los cuadros, en la calle e incluso las imaginaba en su cabeza. En ellas, tomaba especial importancia la relación entre los protagonistas, lo que sentían y lo que hacían sentir al otro.
Un día tuvo una niña y pensó que podía ser muy valioso todo lo que ella había leído y aprendido para llenar esa cabecita de conocimientos y ese corazón de sentimientos bonitos.
Y así empezó a hacerlo desde muy pronto, desde que estaba en su vientre. Iba contándole cosas, narrando sus actividades, describiendo el entorno… conversando. ¡Había tanto que hacer…!
Todo iba según lo previsto hasta que, inesperadamente, al poco de empezar a hablar, algo sencillo pero rotundo ocurrió:
— Mamá, ¡no vengas!
— ¿Cómo?
— Bueno, ven si quieres, pero no mires…
La pequeña portaba una caja que había preparado para hacer un envío frágil. Había sacado y esparcido por el salón todas la bolitas de corcho que se usan para proteger los envíos.
Allí estaba su madre, en el quicio de la puerta con la bandeja de comida entre las manos, delante de aquel panorama “nevado” que rodeaba a su hija Silvia, feliz, sentada en el suelo en medio de aquel blanco espectáculo.
— Pero Silvia… ¿qué has hecho?
— Mamá, tranquila. Tú tranquila. Esto no es un problema, solo es desorden.
Toda la escena quedaba resumida en dos palabras: problema vs desorden.
Había aprendido mucho y tenía mucho que enseñar.
Silvia empatizó, se puso en lugar de mamá y creyó que se podía inquietar. Pensó en dar una explicación, pero antes, quiso tranquilizarla.
Relativizó. No se quedó en un “mamá, no pasa nada” para relajar el ambiente. Reconoció indirectamente que algo había pasado, pero consideró que no era nada grave. Y tenía razón.
Ese día, la madre de Silvia comprendió que su hija, no era solo alguien a quien enseñarle cosas suyas, de su mundo, con su visión, sino que era una gran maestra de la que aprender.
Su niña, como el resto de niños y niñas, son personas con su propia visión, sus prioridades, la de su mundo, la de su experiencia, la de su tiempo.
Desde ese día, su mamá comprendió que su crianza no tenía que ser eso complicado y exigente consistente en llenar un recipiente vacío lo más posible y velar porque siempre esté a salvo. Si no que acababa de transformarse en un camino para recorrer juntas. Una aventura emociónate en la que ambas aprenderían de la otra. Desde entonces, gracias a Silvia, mamá se cuida mucho de preocuparse al ver problemas donde solo hay desorden.